Por Pablo Alabarces(*), exclusivo para la Asociación Cristiana de Jóvenes/YMCA. (*)Doctor en Sociología, profesor de la UBA e investigador del CONICET, autor de Fútbol y Patria, entre otros libros.
Toda la gracia del Mundial –todo su significado, lo que lo vuelve la mayor mercancía del espectáculo moderno– consiste en creer que once tipos con una camiseta que imita una bandera nacional, a veces vagamente, son los representantes de un país. Y que esa representación significa que su destino es el destino de la patria. Por supuesto, esto exige la suspensión voluntaria de la incredulidad, como decía Coleridge para el caso del teatro: uno debe aceptar que esos actores que están ahí no son ellos, sino lo que interpretan. En nuestro caso, esta creencia es decisiva: debemos suponer que Riquelme, en vez de ese diez lagunero e indolente nativo del Conurbano, es lo más parecido a San Martín que podamos encontrar –o que Pekerman pudo encontrar. La gracia del Mundial, insisto, está estrictamente en esa creencia. Fuera de ella, su interés radicaría en ver magníficos jugadores, todos juntos, durante un mes. Pero para eso están las ligas española, inglesa e italiana, todas las semanas del año. El Mundial, solo una vez cada cuatro años, consiste en creer que es una disputa de naciones, de tradiciones, de estilos, de historias, de honores y de orgullos. Y esa creencia, decía, es eficaz y exitosa. Por un lado, como mercancía del espectáculo: en un domingo de julio, más de 2.500 millones de espectadores encendieron sus televisores simultáneamente para ver un partido de fútbol entre Italia y Francia. A lo largo de todo el campeonato, la cantidad de televidentes superará los 20.000 millones. Esa sola cifra significa las mayores audiencias jamás conseguidas: récord que los Mundiales baten cada cuatro años, con una escala en los Juegos Olímpicos, que están apenas por debajo. Lo que eso implica en términos de publicidad y sponsoring es incalculable. Entonces, no podemos olvidar ese dato: antes que cualquier otra cosa, y aunque a veces debamos recordar que se trata de una competencia deportiva, el Mundial es un hecho comercial: poco le interesa a la FIFA la cuestión del juego, sino a los puros efectos de garantizar la facturación. Porque para colmo, la creencia en cuestión tiene otra virtud: no está reservada al habitual y masculino público futbolero. Los Mundiales capturan públicos distintos, “público de Mundial”, como dicen desdeñosamente los varones celosos; e incluyen notoriamente a los públicos femeninos, a las clases medias y altas. Es decir, a los mejores consumidores. ¿En qué se basa tamaño éxito, tamaña credulidad colectiva? No se trata de fenómenos inexplicables. Por el contrario: el deporte –todo el deporte– se inventa en la segunda mitad del siglo XIX, contemporáneamente con las sociedades industriales y los regímenes democráticos. Y toma de ellos dos rasgos: la organización –la regulación, la formación de instituciones, los sentidos colectivos del juego– y la igualación –la clave del deporte moderno es “que gane el más mejor”. En este rasgo radica un atractivo fenomenal del deporte y del fútbol en particular: la meritocracia, declamada socialmente, se realiza plenamente allí, donde nadie puede impedir que si uno es un buen deportista –aunque sea pobre, negro, chueco o mujer– pueda ganar. Allí está la diferencia central, también, con los antecedentes remotos: ni los Juegos Olímpicos griegos ni otras prácticas vagamente indígenas tienen ese carácter masivo y democrático de la práctica y disfrute del deporte contemporáneo –por más que creamos que en el viejo juego maya de pelota está la razón de lo bien que juegan los latinoamericanos. Además, esos lejanos antecedentes poseían un carácter religioso que hoy en día está suprimido –aunque no falte un obispo bendiciendo estadios, especialmente en la Argentina, o que el pensamiento mágico y cabulero haga estragos entre hinchas y jugadores. Pero además, los Mundiales significan, si uno participa de ese significado masivamente aceptado, que está en juego algo más. Honor y humillaciones, seguramente; tradiciones y orgullos, también. En los países periféricos, como el nuestro –y toda América Latina y África–, el Mundial permite suponer que un éxito deportivo suplanta algo del mundo de lo real: que lo que el Índice de Desarrollo Humano mide implacablemente, el grado de desarrollo de un país en términos de riqueza y calidad de vida, puede superarse en el mundo de la fantasía futbolística. Allí, entonces, la ilusión más poderosa de un Mundial: que el ganador se transforma, mágicamente, en el mejor país del mundo. Gracias a ese simbolismo democrático del fútbol, además, las diferencias, las injusticias y las desigualdades parecen suprimirse: Togo, ex colonia alemana, puede vencer a su viejo imperio –como hiciera Senegal con Francia en 2002– y conseguir unos minutos de revancha histórica. O como el caso de los negros en Brasil, para los que el fútbol fue, imaginariamente, un medio de integración racial y social. En 1948, Mario Filho, el inventor del periodismo deportivo brasileño, escribía en su O negro no futebol brasileiro que el fútbol había hecho realidad el sueño de un país integrado racialmente. Eso sí: dos años después, la derrota en la final de 1950 contra Uruguay se adjudicó a las claudicaciones de Barbosa y Bigode... casualmente negros. Habría que esperar hasta 1958 y las diabluras de Pelé y Didí para que los futbolistas negros fueran reivindicados –y que Filho pudiera reeditar el libro. Estas fantasías no son universales: son especialmente subdesarrolladas. Los europeos no suelen compartirlas. Se limitan a disfrutar el juego, al que aman poderosamente, y a constatar el poder de sus mercados –con la excepción de los españoles, que esperan el día en que los que jueguen no sean sus mediocres jugadores nativos y que puedan exhibir la multitud de holandeses y brasileños que pueblan sus canchas, ahora vestidos de rojo y amarillo. Los relatores deportivos –los latinoamericanos son especialistas–, en cambio, compran esas ilusiones sin demasiados reparos: y allí comienzan los desbordes chauvinistas y espantosamente patrioteros que pueblan nuestro periodismo deportivo durante mes y medio, inundando páginas, radios y pantallas con invocaciones al orgullo, a la defensa de las tradiciones y a “vencer o morir” –con lo que Riquelme se vuelve definitivamente San Martín y Tévez se parece al Negro Falucho. Y ahí, claro, estamos fritos: porque eso le permite rienda suelta al racismo y la homofobia combinados, al pequeño nazi que todo argentino lleva dentro, y pasaremos a escuchar las clásicas referencias a lo que “vamos a hacer” con los negros marfileños –que, obviamente, son putos, porque nadie puede ser tan macho como nosotros. Y sin embargo, el agua que corrió bajo el puente desde 2001 para acá nos ha serenado un poco. Basta recordar las profecías frenéticas del Mundial pasado: si lo ganábamos, el país salía de la crisis; si lo perdíamos, hordas salvajes de piqueteros y ahorristas irredentos iban a tomar la Rosada por asalto. La veloz derrota permitió comprobar que estábamos demasiado ocupados con la crisis como para ilusionarnos con el fútbol. Creo que el 2006 nos encuentra más serenos que entonces: nada muy importante estuvo en juego. A pesar de las invocaciones reiteradas de relatores y publicistas, que baten el parche de la Argentina en armas unificada en torno a once pataduras, y que temieron que una eliminación temprana implicara caídas en las ventas y regresos anticipados de Alemania; los hinchas argentinos estaban mucho más preocupados con el Clausura y el Nacional B que con los avatares distantes y abstractos de un Mundial.