La Cultura de la relativización
Año 2/Nº6:
La época presente nos confronta con una peligrosa tendencia que podríamos titular: “la cultura de la relativización”, si nos es permitido utilizar este último término.
Si la orientación extendida es relativizar todo, resulta casi imposible poder discernir y afirmar aquellos valores fundamentales que hacen a nuestra propia esencia humana y a la construcción de una genuina comunidad. Se abusa de las reacciones emocionales, característica de buena parte de la sociedad argentina, y no se está alentando debidamente el diálogo, que siempre implica la renuncia a algo, como tampoco el pensamiento crítico, la libertad de razonar en profundidad y la responsabilidad de actuar en función del bien común. Se consume información sin capacidad de análisis sustantivos e independientes. Los medios de comunicación masiva, paulatinamente menos independientes, y recurriendo al impacto del sensacionalismo basado, generalmente, en títulos rimbombantes e información sesgada, no contribuyen a generar ciudadanos/as con espíritu reflexivo. La televisión produce programas de enorme superficialidad que en casi nada ayudan a desarrollar una ciudadanía responsable y por carácter transitivo más elevada, cultivada y demandante. Adicionalmente, presentamos como sociedad la imagen de que sabemos lo que no queremos pero al mismo tiempo no sabemos lo que queremos. Los afectos más profundos son relativizados. La relación padres e hijos, en muchos casos por inmadurez de los primeros y en otros por la continua fragmentación de la familia, pasa por una crisis demasiado aguda como para no dedicarle especial atención. La fe, manifestación expresa de lo trascendente, también atraviesa por la inconstancia de la cultura light en que parecemos estar sumidos. Sirve para la búsqueda egoísta de Dios cuando se lo necesita, para luego de “utilizarlo” alejarlo de nuestras vidas y manifestar en la cotidianeidad conductas reñidas con los valores que decimos sostener. En el caso particular de los cristianos, de nosotros se espera que seamos sal y luz del mundo, lo que implica promover la justicia, la solidaridad y la paz, y hacerlo con sabiduría, equidad y alegría. Observemos a nuestro alrededor y comprobemos cuánto de luz o de tinieblas realmente somos o transmitimos. A lo mejor, esta misma reflexión sirva para otras tradiciones de fe. La educación, plataforma para el desarrollo personal de cada habitante y por ende polea de transmisión para el avance y superación del país, está estereotipada, sujeta a una retórica constante y a cambios sustanciales que se demoran o abortan por intereses y miserias que poco tienen de altruistas y que suelen regirse por el peso del egoísmo. El valor de la palabra y de la genuina amistad, alejada de los códigos del “amiguismo” pernicioso, han sido arrumbados en el rincón de los olvidos. La palabra va mutando según convenga, así como las amistades. Es una derivación cruel del modelo que pareciera ir imponiéndose en el mundo. Igualmente grave es que la verdad va en camino de convertirse en relativa. Depende de determinadas circunstancias, como, por ejemplo, la conveniencia y el poder de quien “esgrime su verdad”. Va desapareciendo la objetividad de la verdad, es decir aquella que surge por sí misma a través de la contundencia de los hechos y no se ve alterada por la mediación de quienes, frecuentemente, responden a los intereses dominantes de la sociedad. No podemos ni debemos abandonar la ESPERANZA. Por otra parte, no hay motivos para hacerlo. Es importante comprender que la esperanza es siempre activa. Significa que está en cada uno/a y en las organizaciones de la sociedad civil, como la Asociación Cristiana de Jóvenes/YMCA, contribuir a cambiar toda lógica perversa. No es un problema que deban resolver otros/as; es un desafío que nos compete con idéntica intensidad también a nosotros/as.